jueves, 17 de septiembre de 2009

MÁS FERIAS, DE AYER Y HOY.

De cuando el Real de la feria se instalaba en la Rubia, que pasó de ser un descampado a avenida principal, prolongación del Paseo de Zorrilla, recuerdo las atracciones que siempre se anunciaban como las más emocionantes y modernas. Cuesta creer que los caballitos tuviesen tanta afluencia de público, incluso de cierta edad, cuando hoy no son más que una especie de guardería mientras se hace cola para el Ala Delta, del que sé por mi hija que te sube la "andrina". Subir y bajar dos veces cada cinco segundos a lomos de un alazán era por entonces lo más excitante que se podía hacer en la feria, junto a chocar sin airbag contra un coche eléctrico o vomitar en la noria. La primera vez que vi la montaña rusa, pobre remedo de las que salían en las películas americanas, me pareció sólo apta para deportistas de riesgo. Con el correr de los años, la montaña parecía más monte, y no rusa, como mucho báltica, por no quedarme más acá.
De aquellas atracciones de feria provinciana pasamos a los mega-parques capitalinos, sembrados de Montañas que rozan las nubes; ascensores que parecen romperse y te dejan caer de golpe pero sin golpe final, a Dios gracias; misiles, sacudidores, tirachinas gigantes, y multitud de ingeniosos ingenios de la ingeniería, para poner a prueba el estómago sin tomar Primperán.
"La india en cueros" proclamaba pomposa una voz, invitando a los mayores a lo que resultaba ser un documental sobre la India en lugar de una mujer desnuda, que en los 70 tenía más gancho que Cassius Clay. "Los churros más pequeños del mundo", gritaba mi amigo Nacho, ganándose la enemistad de los churreros, que no entendían su humor. Hoy los churros son más largos, pero salen más caros, por culpa del euro, como casi todo.
Pese a los esfuerzos de los feriantes por conquistarme año tras año, y por no sufrir la vergüenza de trotar a lomos de un Furia jubilado, me he hecho adicto a un clásico que marea tanto o más que los artilugios más sofisticados y quasi asesinos, y que se disfruta a ras de suelo: tres vinos de Cariñena, con su rulo de toda la vida empapado, y a casa con la sensación de que el mundo da vueltas. Nunca dejaré de ser un clásico.