sábado, 11 de noviembre de 2017

EL TIEMPO Y EL TEMPO

De la obsesión de mi padre por la puntualidad suiza me quedaron algunas virtudes rayanas con la manía, como la capacidad de observación y la misma tara de andar todo el tiempo controlando el reloj, sincronizándolo con radio nacional de España o el 092, el número de teléfono gratuito que cantaba: "veinte horas, siete minutos, diez segundos, piiiii". A los quince años le gané una apuesta al P. Oñate, "el pila", una vez que se empeñó en hacernos entrar en clase antes de la hora.
-Aún no son las cuatro, dije tras consultar mi reloj, que sería cualquiera de los de mi padre.
El cura, profesor de física, tenía un reloj que nos parecía atómico al que concedía más crédito que una tarjeta black. Contrariado por mi seguridad, me llevó a empellones hasta la clase, un anfiteatro con gradas donde hacía experimentos. Me dio el auricular del teléfono y marcó el numerito ese que daba la hora exacta.
-Quince horas, cincuenta y ocho minutos, cuarenta segundos, piiiii -dije imitando la voz grabada.
-¡Déjame! -respondió mientras me quitaba el aparato y se lo pegaba a la oreja. Escuchó atentamente y tuvo que claudicar... pero sólo un poco y momentáneamente. 
-¿Me puedo ir?
-No. En lo que sales ya serán las cuatro -sentenció. Quédate sentado.
Cuando entraron mis compañeros, algunos de los cuales estaban conmigo al comienzo de la discusión, los miré con cara de triunfador, aunque de nada me sirvió porque el profesor me frió a preguntas hasta las cinco, como venganza por mi afrenta.
Desde entonces mis relojes eran la referencia para toda la clase y mis amigos me miraban con cara de "¿qué hora es?" cuando la lección se ponía coñazo. Como además mi hermano y yo éramos probadores oficiales de la colección de relojes de nuestro padre, venían de vez en cuando a ver qué "peluco" llevaba ese día.
Años más tarde quiso la fortuna que en mi muñeca luciera su mejor pieza, orgullo paterno, el día que cumplía treinta y seis. Al llegar a casa del trabajo, mi padre me preguntó la hora, se la dije y la cotejó con otro que se ajustaba automáticamente, un Junghans radiocontrolado.
-Adelanta un poco. Déjamelo.
Fue al cuarto pequeño, en origen el de la criada que nunca tuvimos, donde guardaba las lupas y destornilladores con los que modificaba el tornillo enano que controla la presión del muelle real o qué se yo, y me lo dio de nuevo.
-Muchas felicidades. Ah, ya no me lo devuelvas. Quédatelo.
Sabiendo el aprecio que tenía a su reloj me pareció el mejor regalo del mundo.

No siempre los relojes de mi padre eran mis aliados. Las pocas veces que fuimos a la playa en familia, mis hermanos y yo teníamos que esperar tres horas justas, sin minutos de gracia, a hacer la digestión antes de bañarnos, ya fuera de un café bebido o de un cocido montañés. Tres interminables horas, por más que mi madre le recordara que un colacao no requería de tanta espera.
Sentado en la toalla miraba a la gente, preferiblemente de sexo femenino; a los que jugaban a las palas; a mi padre por ver si se apiadaba; y a veces, si se podía, al mar, que siempre nos quedaba muy lejos no fuera a subir la marea de golpe, tal era el miedo de mi progenitor a que nos pasara algo. Cuando acertó a encontrar el significado de la palabra "hidrocución", que poco tenía que ver con el temido corte de digestión, yo ya era mayor para bañarme cuando me diera la gana.

Con sueldo fijo no me ponían hora en casa, pero las seis en punto  a.m. era el límite que yo me fijaba cada sábado -ya domingo- después de la jornada de ventas en el Corte Inglés. Una vez, a menos cinco, Onrubia me dejó a la puerta de casa y la chica que venía con nosotros, a la que luego Jose llevaría la suya -de la chica, que era mujer-, insistió en enseñarme su piso con no sé qué excusa o sin ella.
-Es muy tarde -le dije-. Mi cama me llama. Quizá otro día...
Probablemente el propietario de la cama que me recibiera era el punto de discordia y de ahí su insistencia. Viendo que no era capaz de convencerme, optó por la vía de la afrenta o el reto:
-Puede que otro día no me apetezca.
-Correré el riesgo -respondí. Y salí del coche a escape. A las seis, "como un clavo", entré en el domicilio familiar.

Lo del tempo tiene que ver con la precisión, cosa que he ido aprendiendo de mis profesoras de música y últimamente de Nacho, el director de la agrupación vocal con la que canto. Para contentarlo hacen falta dos relojes perfectamente sincronizados con RNE, con sus manos y con su respiración. Y prepárate si uno hace tic y el otro tac: los dos tienen que sonar "taek". En caso de duda, ya está Toño, el profesor de inglés, que nos da la pronunciación exacta.

Gracias, papá. Ya sabrás que ahora, cuando voy a la playa, me da igual la hora: ni me baño ni me acerco a la orilla. El chiringuito queda lejos. Y si hay un tsunami, que me pille contento.