sábado, 18 de noviembre de 2017

QUE CUARENTA AÑOS NO ES NADA.



Hace algo más de un mes me llegó un "guasá" de alguien que no estaba en mi lista de amigos. Se identificó como Carla, una ex alumna del año en que empecé a trabajar en el colegio. El motivo era invitarme a la celebración de sus nosecuantos años sin falda "príncipe de Gales" o pantalón gris en el caso de los pocos varones que entonces se animaban a ir a un colegio de monjas, hasta entonces exclusivo para niñas. (Por cierto, antaño se permitía que las chicas vistieran pantalón, como ahora piden algunas feministas. Por lo visto éramos unos adelantados a nuestro tiempo. Lo de chicos con falda ni se planteaba ni se plantea). Acepté el convite aunque posteriormente tuve que declinarlo, no en latín, por otro compromiso familiar que  había pasado por alto. Reconozco que también pensé que, con dos copas y un ambiente distendido, a alguna se le podía caer el mito, si es que alguna vez lo fui. En 1990 yo era un joven de veinticinco años y no era difícil caer bien por el mero hecho de ser un hombre en un claustro con mayoría de mujeres. 


Hoy nos hemos reunido en la sala de conferencias. Algunas de ellas tienen hijos a los que doy clase, lo que me hace sentir un vejestorio, y ya conocen el centro. La mayoría llevaba más de veinte años sin pisar por aquí y se han sorprendido del cambio. Comentaban sus recuerdos: sor Tal o sor Cual, este profesor, el día que me echaste de clase no sé por qué... y después han vuelto a la sala para disfrutar de un vídeo muy emotivo con fotos de cuando eran de agustinas. Carla ha cerrado el acto oficial con unas palabras temblorosas, como sus manos, que sujetaban la chuleta. Hoy se podía chuletear sin castigo. Al despedirnos, una se ha acercado:
-Acabo de ver la orla. Ya te he reconocido. -Puñalada inocente-. 

Lo que me enorgullece de mi trabajo es ver a mi alumnado de entonces convertido en adulto, y pensar que de algún modo, espero que positivo pese a las meteduras de pata, he contribuido a su formación humana. Me doy cuenta de que el esfuerzo merece la pena. Algunas de ellas se dedican a la docencia y saben de qué hablo. 
Me he quedado con las ganas de darles las gracias por acordarse de mi y de paso pedirles perdón por las veces en que se sintieron injustamente tratadas. Pueden estar seguras de que en mi ánimo sólo estaba ayudarlas, aunque en ocasiones uno no pueda, o directamente no sepa cómo hacerlo. Lo cierto es que si alguna tenía cuentas pendientes lo ha disimulado francamente bien y se lo agradezco de corazón -uno tiene sus miedos-. El perdón también se enseña en los centros religiosos. He evitado subir al estrado para que las lagrimillas de emoción no escaparan, que andaban rondando y ahora mismo lo siguen haciendo, no por mostrar debilidad, pues no la concibo en el hecho de llorar, sino por no chafarles la fiesta. Es día de alegría, y deseo que en este momento en que se llegarán por los postres o la primera copa que acaba por aflojar el tornillo que sujeta las verdades, rían de felicidad por el reencuentro, confiesen sus secretos antiguos y, en definitiva, muestren su cara de los domingos aunque sea sábado. Me habéis hecho muy feliz durante dos horas. Gracias, chicas (y chicos). Recuerdo que decía en mis clases: "la única diferencia entre vosotros y yo es que he nacido antes y me ha dado tiempo a aprender más cosas, pero eso se arregla... con más tiempo". Digo yo que ha quedado demostrado.

(Mi primer día de clase entré trajeado. Meses más tarde, una alumna me confesó que había gritado: ¡que viene el nuevo, y está muy bueno! 
-¿Eso dijiste? - pregunté entre sorprendido y halagado.
-Sí. Es que te vi de lejos).