viernes, 2 de febrero de 2018

DON CARLOS (BARRASA URDIALES, PARA MÁS SEÑAS). HACE VEINTICINCO AÑOS...

Antes de ponerme a escribir he revisado el blog de arriba abajo y no he encontrado título en honor a D. Carlos, lo cual no significa que  no le haya mencionado en alguna entrada aunque no la encabezara. También he echado un vistazo en la web por si hallaba algún dato que se escapara a mi memoria y casi me arrepiento, porque el único artículo largo in memoriam proviene de un personaje que, pese a las apariencias, deja gotas de inquina personal mal disimuladas. El tipejo no merece más comentarios, por más que los suyos, publicados en prensa cuando yo era miembro del Coro Universitario, que hoy es de la UVA —cosas de la modernidad—, siempre fueran desagradables, mezclando lo musical con lo personal. Allá él y su concepto de crítica justiciera.

Eduardo del Campo y yo éramos amigos desde muy pequeños. A él le debo en primera instancia mi entrada en el Coro Universitario. Lo encontré por la calle una tarde, cerca de la Plaza de España, y me comentó que venía de ensayar.
—¿Con quién?
—Con el coro de la universidad.
Yo era un ignorante de la vida, un transeúnte atontado que deambulaba por facultades —derecho, psicología, y hasta la mili, que era un máster obligatorio tan inútil como otros másteres— sin encontrar acomodo en ninguna. La única idea que tenía de tíos cantando con sello universitario era la tuna, a la que mi madre insistía en que me uniera, así como Diego Criado del Rey, refundador de la de Derecho. Tentado estuve.
Lo de cantar siempre me acompañaba desde primero de EGB, cuando la señorita Maricarmen —de esta sí escribí, aunque fuera a título póstumo— me dio el papel estelar de Capitán de madera  y después Luis Cantalapiedra —otro profesor con mando en plaza, en la mía— me admitiera en el coro del colegio a los once años. Así pues, Eduardo me acompañó a la audición con Barrasa.
—D. Carlos, este es mi amigo Roberto.
—¿Has cantado antes?
—Sí. En el coro del San José.
—Vaya, otro hijo de Cantalapiedra —vino a decir—. Y tenor.
Se sentó al piano y después de unas escalas y arpegios me mandó, cómo no, con los tenores, de los que pocos llegaban al sol —yo no era uno de ellos—. No se puede pedir mejor comienzo: de la nada al paraíso tenoril.
Allí disfruté, ya que no de las clases en las facultades, de mi primera experiencia entre universitarios. Conocí a algunos de los que hoy siguen siendo buenos amigos, Juan Ignacio y Fernando a la cabeza, y otros con quienes mantengo relación aunque sea por facebook o wasap —cada uno anidó donde lo hizo—: Carmelo Caballero, Ana Soria y otras Anas (Pascual, Villán), Matilde Salviejo, Lidia, Beatriz Soria, Beatriz Posadas, Cristina y José Ignacio, Virginia Cuervo, José Manuel Martín y sus primos, los gemelos Cuadrado —más consortes respectivas—, Nacho Martín, Diego y María, Esther y Nacho, Martín, Diego Valverde, Carlos Espinosa, Jesús González, Pencho, Alfonso Baruque, Gonzalo Fernández Escribano, Carlota, las Redondo —Pilar y Lourdes—,  Pilar Valderas, las hermanas Moral —creo que tres o cuatro de cinco, un hito, en competencia con las Besnier—, Alfonso Mon, el chino y la china, Couso el japonés, María José Valles, Víctor Portillo, Mabel y Mariví, y unos cuantos de cuyo nombre no puedo acordarme aunque quiera... más alguna interna del Marimoli, donde ensayábamos entre partidas de ping-pong, y de otros colegios mayores, para los que un día toqué el piano en la fiesta de fin de curso.
—Mira, Julián, este es uno de mis chicos —dijo orgulloso D. Carlos, presentándome al filósofo de la escuela de Ortega y Gasset (de ambos, ahí es nada) padre de Javier Marías, aunque reconozco que yo no le quitaba ojo a Ana Quintana, una bellísima musa vasca del Montferrant, que aceleraba el ritmo cardiaco tanto a tenores como a bajos. Coño, no todos los días le presentan a uno a un filósofo —una de esas razas en vías de extinción de las que sólo sabes algo por las enciclopedias, que del COU nos quedó poco sedimento— pero la de Vitoria-Gasteiz era mucha mujer como para perderla de vista.
Puedo decir que toqué A mi manera muy a mi manera para Julián Marías. El menú —un gallo, no de corral, sino lenguadina gorda de corral marino, era el plato estrella— no invitaba a mayores deleites. 
D. Carlos me "a-abuelizó" —ahí te dejo el reto, Arturo Pérez, para que busques palabra adecuada— y me trató como nieto: consentido y mimado. Como para no tenerle cariño. Una vez me echó la bronca por saltarme un ensayo el día de su cumpleaños, pero no por la falta en sí, sino porque me había traído un puro habano, un Montecristo como un brazo, que luego me fumé en el Café España con sus compañeros de dominó. Quizá ayudase el cigarro a recolocar mi voz como barítono.
Esta semana hará un cuarto de siglo que el bueno de Barrasa se marchó a dirigir coros angelicales. Los demonios juveniles le echamos de menos. 

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